jueves, 31 de julio de 2008

Día 7. Marsaxlokk






Este fue un desastre de día, diría que el peor. Decidimos ir a Marsaxlokk, un pueblecito pesquero al este de la isla. Parecía que por los alrededores había playas para bañarse (al menos así lo indicaban los mapas). El problema era cómo moverse, o simplemente moverse, bajo el calor.
Llegaban a Marsaxlokk desde Bugibba dos autobuses, el 427 y el 627. El primero iba por la Valletta, y el último por el norte, ruta que no habíamos hecho, así que decidimos cogerlo.
Salía un autobús cada hora en punto, y pretendíamos subir al de las once. A las diez y media ya estábamos en la parada.

A las 10:45 llegó un 427, suponíamos que con retraso (según el prospecto, salía a las diez y media). Yo iba dando vueltas por la estación, no me fiaba que a algún autobús no le cambiasen el número sin avisar. Pasadas las once, ya mosqueada, le pregunté al inspector, quien me informó que hasta las 12 no salía un 627, el de las 11 ya había pasado.
- No puede ser, nosotras no nos hemos movido desde las 10:30 y sólo ha pasado un 427.

- Ah... claro, es que el conductor le ha cambiado el número, y ha pasado a ser un 627...

- !!!

No me lo podía creer. Teníamos los hados en contra... y encima los autobuseros nos tomaban el pelo!

No teníamos alternativa, así que esperamos al autobús de las 12, que partió puntual.

Llegamos a Marsaxlokk cerca de la una. Nos avisaron que el último autobús volvía a las cinco.
La postal que teníamos en la cabeza era la de un pueblecito pesquero lleno de encanto, con mucha gente paseando por el puerto, con terrazas desde donde contemplar las vistas...

Y nada: ni terrazas, ni gente, ni vistas.

En el paseo lo único que había era unos chiringuitos de mercadillo ambulante que vendían los mismos souvenirs que en todas partes.
Parecía que al otro extremo del puerto había una playita, pero la caminata parecía larga, y bajo el calor aplastante no nos veíamos capaces de llegar, sin poder tomar ni una cervecita ni nada...

Eva dijo que diésemos media vuelta.

Convinimos comer y marcharnos. En el mismo puerto, bajo unas sombrillas que acrecentaban la sensación de bochorno, comimos un menú marinero bastante infecto, entre caras de agobio y malestar por el derroche de día que llevábamos.

Mientras tomábamos café, vimos pasar el autobús, a las dos y cuarto. Si el último salía a las cinco, y pasaban cada hora, éste iba tarde.

Creíamos que cogeríamos el de las tres, y lo esperamos en la parada. En un horario que colgaba de un palo (raro, porque ya éramos expertas en paradas de autobuses, y en ninguna había información sobre cuáles pasaban, a qué horas, o qué rutas hacían), constaba que salían a las horas y cuarto (entonces el que habíamos visto antes, iba bien), y que el último era a las 16:15 h.

No entendíamos nada.
El de las 15:15 no pasó. Después de dejar pasar un 27 que iba a la Valletta, al que subieron algunos pasajeros que esperaban con nosotras, por si acaso, sobre las cuatro de la tarde pasó otro 27, al que subimos ya desesperadas. Después de casi dos horas de espera, sin contar las de la ida, todos estábamos bastante crispados.

El 27 nos dejó en Valletta, y propuse ir a Sliema, zona que no habíamos visitado, al este de Valletta, al otro lado de la bahía. A Eva le pareció bien, los niños fueron a regañadientes.

La pelea con los autobuses no había acabado: nuestra guía indicaba que el 63 iba a Sliema, pero después de esperarlo, el conductor nos dijo que no, poco menos que estábamos locas, de pensar que ese autobús fuese a Sliema!
Cuando por fin llegamos, tampoco había mucho que ver, pero nos pudimos tomar un buen vaso de cerveza (de Pepsi, los niños), en una terraza.

De vuelta, estábamos cansados, de no hacer nada, de horas desesperando autobuses, del calor, de la sensación de pérdida del día...

Nos resarcimos en el Harry's.


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